23 de mayo de 2017

Una gruta azul

Sobre la mesa hay una piedra. Tras la pantalla, la imagen de un árbol. Alguien se sienta y anota: escribir para dar voz a las cosas. No traducir el mundo en palabras. Traducir lo real de las palabras, la música que otorgan a las cosas mudas.  
 
El poeta dice para que el mundo exista. En el papel, su palabra es una mancha; leída, apenas un sonido. 
 
¿No hemos supuesto demasiado? Asombrarse con el más leve, insignificante reflejo. Volver a los días subterráneos. Un excavador deja tras de sí la elevación. Recorre un camino que él mismo ha ido vaciando. Sabe de la tierra lo que no es. Busca una gruta azul. 

La mirada es un silencio musical. Como una melodía inversa, no termina en el silencio: empieza en el silencio. Dirigimos la atención hacia un espacio interior. La conciencia se forma en condiciones que ignora (y ha de ser así). Cámara oscura. Sobre un fondo plateado aparece la imagen. Muestra algo oculto en la visión: un secreto del ojo. Cada fotografía es un pozo: su límite vertical, su dirección hacia adentro. Tan sólo su apariencia es plana.

Un animal se arroja a la montaña. Las cumbres cuidan de la última luz. Alguien llega caminando. Se sienta en la fuente antigua. Al anochecer, el sonido de los insectos. La cámara recoge el movimiento de una estrella, línea blanca sobre el monte. La tensión del mundo se concentra, el resto se retrae.  Como un oído, el ojo no es sensible a la luz, sino al tiempo.