5 de diciembre de 2016

Piensa en el corazón

(Una lectura de El origen de la obra de arte, de Martin Heidegger.)

Ante los libros de Martin Heidegger: ¿por dónde comenzar? Lo desmesurado - escribe Nietzsche en El origen de la tragedia - se reveló como verdad. Vamos a pensar en la verdad de lo que no tiene medida, pero se revela y aparece. ¿Es una tarea que nos supera? El pensar de Heidegger, como el de Nietzsche, se sitúa frente a un abismo. Pero una fina cuerda cruza sobre él: es el lenguaje. Podemos caminar por el lenguaje y seguirlo como una senda que se pierde.

Gadamer invita a comprender la palabra que aún no ha callado. Lee cuidadosamente un poema de Paul Celan. Sus palabras, como las de Heidegger, no callan si se escuchan con atención, si se atiende al enigma. Heidegger lo llama Sein. Un poema de Paul Celan puede ser un enigma también que con sus sombras nos alcanza y alumbra. “Una palabra que adviene de alguien que piensa, en el corazón…”, anotó después de visitar en Todtnauberg a Martin Heidegger. Tuvieron entonces un diálogo en la montaña,  difícil cruce de caminos de la historia. Sus vidas se acercaban al final. Paul Celan habla de Heidegger. Dice de él que piensa en el corazón. ¿Qué es el corazón en el que piensa Martin Heidegger? ¿Dónde está?

Un corazón está dentro y late. Mantiene con su vida a lo que vive. Pero su latir es también una latencia. Está oculto, vive escondido y hace vivir. Heidegger nos dice la palabra que piensa en el corazón, la palabra que piensa en lo oculto. Lo oculto sostiene a lo que vive. Le ha puesto un nombre: la tierra. “Ésta ilumina al mismo tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada”. La tierra “se presenta como aquello que acoge”. Sustrato que sostiene, pero siempre se retira. ¿Es otro nombre para el ser? ¿Es el ser también un nombre para aquello en retirada? “Aquello hacia donde la obra se retira (…) es lo que llamamos tierra.” La obra se retira a la tierra, escribe Heidegger. Y la trae aquí: la crea. La obra hace a la tierra ser. No viola su carácter impenetrable, cerrado en sí mismo. La presenta en su insistente no llegar. Sabemos de ella como de la sombra: no podemos ir con luz, que la deshace. Sólo puede conocerse si se respeta en su misterio. ¿Qué tipo de conocimiento entra en lo oscuro sin alumbrar?

No es el saber de la ciencia, que pone su luz en el enigma, o lo pretende. Escribió Heidegger, por eso, años después, que “la ciencia no piensa”. Fue en el semestre de invierno de 1951. Entre el pensar y las ciencias hay un salto, un abismo que hay que cruzar. Heidegger habla del pensar que corresponde al hombre capaz de dar el salto. “El pensar se deja reclamar por el ser para decir la verdad del ser”, había escrito en Carta sobre el humanismo. Dijo: se deja reclamar. Algo reclama al pensar, algo quiere ser pensado y el pensar ha de dejarse. Lo que reclama es el ser. Estamos ante la llamada de una voz que en silencio nos reclama. Tiene la forma de una negación: es el reclamo de lo que se niega a llegar. “Lo que se nos sustrae precisamente nos arrastra consigo”. Se ha experimentado, en la historia, como trascendencia: revestido de dios, o de insondable materia, de totalidad o de absoluta nada, lo que se sustrae, lo que nos falta, está por eso mismo presente. En la más lejana proximidad.

La insistente negación, una abstención, escribe Heidegger, domina la esencia de la verdad. La otra cara de esta nada que aparece es el mundo. Estos son los términos que en Caminos de bosque conducen al arte y la verdad. El mundo es levantado por la obra. La obra lo levanta, pero hunde sus cimientos en la tierra. La tierra es tierra en la medida en que soporta al mundo que la obra ha abierto. El arte entonces, como el pensar, es un hilo tejido sobre ese abismo que entre el mundo y la tierra se ha de recorrer. Sólo mediante el hilo puede el hombre con dificultad vivir en ese tránsito. Sólo mediante el hilo, que el hombre teje, puede la tierra ser tierra, traída aquí, y el mundo puede levantarse en equilibrio como el hombre que lo cruza, con temor.

Algunas palabras han ido encontrando su lugar. Algo se oculta, ¿la tierra, el ser?, pero su influjo nos alcanza. Nos ponemos en camino. Y en medio de una densidad arbórea llegamos al claro, una nada que apenas conocemos. Entonces se abre un mundo que oculta a lo oculto. Y en esta dialéctica de lo que aparece y lo que queda retraído en la apariencia, lucha primigenia, acontece la verdad. ¿El arte es entonces tal acontecer? Los poetas guardan el lugar donde el acontecimiento se da: el lenguaje. El lenguaje es el ámbito de la verdad. Nietzsche había escrito: “¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas…” La verdad es el olvido de la ilusión: olvidamos que la verdad es lo que hicimos para poder vivir sobre la tierra. Son palabras de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. La verdad sería entonces la toma de conciencia de la ilusión. Esta verdad es dolorosa, es una verdad del abismo, lomo del tigre sobre el cual dormimos, y despertamos a una nada. Pero antes de eso aún pensaba Nietzsche que en el arte podíamos escuchar una voz primordial, que era, digamos, voz de la verdad. El artista, escribe en El origen de la tragedia, se abisma en la contemplación. Y es él mismo un eco del dolor, de aquella desmesura que revela la verdad. La desmesura, sufriente, puede ser entonces el rostro nietzscheano de la lucha entre opuestos. Dioniso se objetiva en Apolo, y viene a nosotros. Viene como la tierra: se alza en el mundo que la obra funda. “Apolo no puede vivir sin Dioniso”. ¿Cómo podría?

Las palabras que nombran lo que somos y tocamos son como las motas de polvo que, o bien se posan sobre superficies extrañas, o bien siguen flotando perdidas en la sombra. Con paciencia inagotable alguien teje un poema en el vacío. Parece un canto o un lamento, o ambas cosas a la vez. ¿Es eso el arte?