27 de septiembre de 2015

Comenzar


El nacimiento es el más misterioso de los comienzos. En él, algo se forma, o bien a algo se le da forma, y empieza a ser. Nos hacemos preguntas: ¿Dónde comienza? ¿Quién o qué le da su forma? Y sobre todo: ¿a partir de qué? Quizás sea ya demasiado tarde para la metafísica, para defender que algo pueda crearse de la nada. Pero precisamente porque es tarde para la metafísica, porque ya no hay lugar para la nada en el mundo, por eso, tal vez, podemos comprender mejor qué significa, si significa algo, comenzar.

No hay lugar para la nada. El mundo está lleno, pesa demasiado. Paradójicamente, un mundo que no deja lugar para la nada, que se reivindica como lo único existente, al mismo tiempo va alojando un hueco, un vacío. Si es indiferente que algo comience o que algo acabe, porque nunca nada verdaderamente comienza; si todo comienzo es una repetición, entonces cada repetición es en sí misma la expresión de una nada que se hace visible en su propio repetirse. Pero esta nada abre otro orden, una oportunidad para que algo nazca. Pues todo se repite, pero las repeticiones nunca son iguales. 

Cada nacimiento es testimonio de un abismo. Nos sitúa ante la extrañeza: reconocemos con asombro que en lo que nace hay algo que regresa, que nos es devuelto. Por eso cada nacimiento ha de ser recibido, y ha de tener alguien, o algo, a su espera: lo que nace retornando nos reclama, porque viene inacabado, hasta cierto punto vacío. Pero no del todo. Necesita abrirse a la presencia, y ser acogido. Recibir un vacío. Esto, podríamos decir, es crear.

Para un mundo sin metafísica, esta idea puede ser conciliadora: no creamos desde la nada, sino con la nada. O bien: al crear hay, acaso, una cierta nada que nos crea y nos da forma, con la que moldeamos, y que a su vez nos moldea. Así puede explicarse la identidad entre el nacimiento y el retorno. Y desde lo creativo, así podríamos pensar el momento misterioso, a veces aterrador, del comienzo. Algo nace: se forma, o se transforma. Atraviesa un límite, testimonia una base desconocida, materia oscura que a la vez sostiene y constituye lo visible. Introduce en el mundo, casi sin ser notado, una porción de sombra. Martin Heidegger escribió que un niño, cuando nace, ya está maduro para morir. Lleva en él, efectivamente, la semilla para un nuevo nacimiento, para una nueva muerte.

Nos encontramos entonces en el borde, a punto de cruzar. Llevamos con nosotros, aunque no lo sabemos, un silencio: algo que hemos olvidado. Ni siquiera a partir de estas palabras, olvido, silencio, lo podemos nombrar. Nos disponemos a dar el paso. Ni completamente libres, ni completamente determinados. Apenas sin margen, como en el sendero más estrecho. Al mismo tiempo dispuestos para nacer y para asistir a lo que nace. Así nos es dado el comienzo.